jueves, 13 de mayo de 2010

CUENTOS

Las garras del puma

Las gallinas que escarban y picotean tranquilamente bajo los matorrales, de pronto empiezan a cacarear alborotadas. Sospechando lo que ocurre, Senaida, con el niño en brazos, sale a la puerta de la casita. Sienta al niño sobre un pellejo de oveja extendido en el suelo, y echa a caminar con determinación. En el terroso patio, Juvencio, su marido, corta leña con un hacha. Senaida pasa a su lado y se detiene ahí donde empiezan los matorrales. Agrupadas estrechamente, las gallinas continúan cacareando. Senaida escudriña a uno y otro lado. Y entonces, por un instante brevísimo, alcanza a ver el lomo del puma que se desplaza agazapado entre los matorrales. No se ha equivocado, después de todo. Debe ser el mismo que ya se ha llevado tres pollos en esa semana. ¡El muy dañino! Llena de excitación, pega gritos. Un momento después, llega Juvencio empuñando el hacha. Senaida le habla atropelladamente, señalando con el dedo. Sin vacilar, Juvencio se interna entre los matorrales, busca apartando las ramas con una mano, mientras en la otra lleva el hacha, listo para caer sobre el puma hambriento. Un tanto temerosa, Senaida lo observa.

El sol de la mañana empieza a caldear el valle. Cerca de la casita, un árbol ofrece su fresca sombra. Hacia ese lugar se dirige Senaida y se sienta a esperar sobre la hierba amarillenta y las hojas secas. Desde allí sigue observando. Más allá de los matorrales, Juvencio ahora sube por la pedregosa cuesta del cerro. Seguramente ha logrado ver al puma y lo persigue. No lo dejará escapar, ahora que lo tiene cerca. Justo cuando se está levantando para ir en su ayuda, oye el llanto del niño. Se encamina primero a ver qué le pasa a la criatura. Las gallinas picotean nuevamente bajo los matorrales. El pellejo de oveja continúa en el mismo sitio, ante la puerta de la casita, pero el niño no está allí. Lo encuentra metros más allá, tumbado de bruces en el suelo. Senaida lo toma en sus brazos, le enjuga las lágrimas con el ruedo de su vestido. Luego se sienta sobre el pellejo, acomoda al niño en su regazo, y lo amamanta.

Un rato después, el niño duerme profundamente en brazos de Senaida. Ella lo acuesta sobre el pellejo de oveja y lo cubre con una manta. A continuación, se encamina por el patio hasta donde empiezan los matorrales. Se queda un momento inmóvil, buscando con la mirada, llena de inquietud. Ahora Juvencio no está por ningún lado. Ha pasado mucho rato desde que lo vio trepando por la cuesta pedregosa. Quizá esté necesitando su ayuda. Decidida, se interna entre los matorrales, avanza abriéndose paso a manotazos entre las ramas que quieren retenerla. De vez en cuando hace un alto y llama a gritos. Los ecos la remedan. Empieza a preocuparse ante el silencio. Continúa avanzando presurosa, luchando contra la vegetación, espantando a los pájaros. Los matorrales por fin quedan atrás, y ahora empieza a trepar la pedregosa cuesta del cerro, el sitio donde vio por última vez a Juvencio. Le resulta trabajoso caminar sobre las piedras. Sin embargo avanza y, por fin, logra ver algo al pie de una gran roca. Corre un trecho y se detiene bruscamente. Sobre el cascajo está tirado el puma, con su pelaje ensangrentado. Por sus fauces abiertas se asoman dos agudos colmillos velados de sangre. Poco más allá, está tumbado Juvencio, con el cuerpo lleno de heridas, y una de sus manos todavía aferra el hacha. Está dando los últimos estertores sobre el charco formado por su sangre. Todo indica que la lucha ha sido violenta. Horrorizada, Senaida cae de rodillas, sus manos se cierran lentamente, su rostro se va deformando en un gesto de dolor y las primeras lágrimas saltan de sus ojos junto con el terrible alarido.

Cuento publicado en la revista: La Voz de Convento.

La locura de don Casimiro

Durante veinticinco años, don Casimiro se dedicó a guiar una recua de mulas cargadas de sacos por los caminos de la sierra. Era un oficio difícil eso de ser arriero. Tenía que dejar sola a su mujer en su casa del pueblo, pues constantemente estaba yendo de aquí para allá, tramontando montañas, cruzando ríos torrentosos, bordeando precipicios, las más de las veces durmiendo a la intemperie, o, si había un poco de suerte, en alguna choza abandonada, una cueva, comiendo el fiambre frío, el poncho húmedo por las lluvias. Y encima, con el temor de que los bandoleros le asaltaran, que lo dejaran tirado por ahí para alimento de los gallinazos. Así, hasta llegar a su destino.

Pero un día, don Casimiro, harto de esa vida errante, vendió sus mulas, y con su mujer, su yegua tuerta que nadie quiso comprarle, y a la que se le sumaron un par de bueyes, fue a establecerse en unas tierras, en las faldas de una montaña, cerca de los restos de un tambo indígena. En aquel lugar, sin más ayuda que la de su mujer, levantó una casita, y un corral para los animales; e inmediatamente después se dedicó a cortar la maleza de las tierras restantes, que tenía planeado cultivar. Desde muy temprano, salía a trabajar, con el sombrero puesto para defenderse de los rigores del tiempo, y provisto de un machete bien afilado. No descansaba ni los domingos en su deseo por adelantarse a la temporada de lluvias, que estaba por a llegar. En cuanto los arbustos derribados estuvieron secos, hizo con ellos una gran pila, que ardió con grandes lenguas de fuego, hasta quedar convertidos en ceniza. Fue entonces cuando, justo en medio del terreno limpio, tropezó con una losa de piedra veteada de musgo gris. Decidió quitarla de allí con la finalidad de ganar un poco más de espacio cultivable. Empleando un palo resistente a modo de palanca, logró correrla hacia un lado. Su sorpresa fue enorme cuando, al mover la piedra, quedó al descubierto una cavidad oblonga, en cuyo interior reposaba el cuerpo de un indígena, cubierto con una viejísima manta de lana, y calzado con unas sandalias de cuero sin curtir. El muerto parecía tan reseco por los siglos que debía llevar allí, que hasta daba la impresión de que con el solo roce del aire podía desmoronarse. A su lado, tan sólo una vasija de barro cocido, con la boca cubierta por un paño también reseco, parecía tener alguna solidez. Don Casimiro lo contempló absorto, hasta que un súbito sentimiento de temor lo acometió. Entonces huyó del lugar, tan aprisa como le fue posible. Al llegar a la casita, su mujer lo escrutó, preocupada. Sentándose sobre una pila de leña, don Casimiro, con los ojos muy abiertos por la impresión, le contó todo. Después, ambos se quedaron temerosos, agobiados por la culpa. Ninguno sabía qué hacer al respecto. Mientras su mujer atizaba el fogón donde se cocía la cena, don Casimiro se puso a meditar. Pensó que era mejor ensillar su yegua tuerta y dirigirse al pueblo más cercano, a fin de pedirle consejos al cura. Pero entonces empezó a caer una lluvia torrencial. Y don Casimiro se levantó de un salto, atravesó la tormenta a la carrera, nuevamente hacía el terreno desbrozado, con el propósito de colocar la piedra en su lugar, pero llegó tarde. La lluvia había disuelto por completo el cuerpo del indígena, con todo su atuendo, y la cavidad estaba convertida en un charco espeso, donde lo único que conservaba su solidez era la vasija de barro cocido, por cuya boca, ahora libre, se asomaban menudas pepitas de oro reluciente. A don Casimiro le brillaron los ojos ante ese nuevo hallazgo. En ese momento se olvidó de ensillar la yegua tuerta e ir al pueblo en busca del cura, su sentimiento de temor desapareció, y otras ideas le vinieron a la mente. ¡Tantos años trajinando con sus mulas cargadas de sacos por los caminos de la sierra, cuando la fortuna había estado esperándolo allí! ¡El destino le reservaba a uno sorpresas insospechadas! Ni siquiera se acordó de poner la piedra en su lugar, que era a lo que había ido. Simplemente se hincó de rodillas al borde de la cavidad inundada, y sacó la pesada vasija llena de oro. Luego, caminando muy aprisa, con el tesoro en las manos, retornó a la casita. Una vez allí, él y su mujer contemplaron largamente, con una alegría silenciosa, el preciado hallazgo. Ambos quedaron embriagados de tanta felicidad, que no se acordaron más del cuerpo del indígena, disuelto por la lluvia, allá en su tumba profanada. ¡Con esa fortuna ya no sería necesario cultivar la tierra! ¡Podrían vivir holgadamente el resto de sus días! Mientras imaginaban el prodigioso futuro que les aguardaba, les fue envolviendo la oscuridad. Pero esa primera noche, don Casimiro no pudo dormir ni un instante. Apenas cerraba los ojos, se le presentaba un indio de aspecto fiero, que le perseguía amenazándolo con un palo de punta afilada, mientras lo insultaba en un quechua puro. Su mujer tenía que despertarlo a sacudones cada vez que soltaba sus aterrorizados gritos. Revolcándose en su lecho le cogió la luz del amanecer. Pero allí no acabó la cosa. La noche siguiente fue lo mismo, y la otra también. Como nunca, don Casimiro se volvió sombrío, silencioso. Su mujer tenía que llevar a los animales al abrevadero, porque él no hacía más que estarse sentado en el poyo, ensimismado, sin moverse para nada de la casa. Los pájaros con su voz anunciaban la pronta llegada de las lluvias, pero el terreno desbrozado seguía esperando el arado. Y don Casimiro estaba cada vez peor de tanto desvelo. Ojeroso, flaco, sin embargo seguía aferrándose a la vasija del oro. A la quinta noche, enloquecido, salió de la casita y echó a correr desbocado por los campos, en plena oscuridad, tropezándose en las piedras, lanzando terribles alaridos, chocando contra los árboles, y hundiendo los pies descalzos en las frías aguas de los torrentes. Se alejó sin rumbo definido, perdiéndose en la inmensidad de la noche.

Al día siguiente, su mujer lo encontró muerto, tirado de bruces sobre la hierba, con la boca llena de espuma. Tenía las ropas y la piel desgarradas por las espinas.

Cuento publicado en el LIBRO DE ORO LUZURIAGUINO, corregido posteriormente por el autor.

Mi amada Blanca

Soy yo quien abre la tienda por las mañanas. La señora Raquel, que es la propietaria, y Carmen, la expendedora, me aprecian. No tengo nada de qué quejarme. Cuando no hay clientes y he terminado de fregar el piso de losetas y limpiado las vidrieras donde se exhiben las ropas nuevas, me paso el tiempo conversando con ellas. A veces me mandan a comprar alguna golosina. Entonces los tres nos sentamos a comer mientras esperamos a los clientes. Siempre están haciéndome toda clase de bromas y ríen alegremente. Yo estoy muy contento de todo, de tener comida, un lugar donde dormir, pero sobre todo porque estoy cerca de Blanca. Ella es una de las maniquíes. Hay seis en total, de los cuales la mitad son varones. ¡Blanca! Le he puesto ese nombre para identificarla de las demás. Claro que puedo identificarla también por el color rojizo de su pelo, tan diferente de las dos restantes que más bien tienen, la una cabellera rubia con flequillo, y la otra cabellera negra en forma de tirabuzones. No obstante prefiero llamarla así porque también me gusta el nombre. ¡Si supieran cuánto la quiero! No podría vivir mucho tiempo lejos de ella. Las otras no me importan en absoluto. Cuando Carmen, la expendedora, va a vestirlas con la ropa que han de exhibir, soy yo quien las desnuda y las limpia. Mayor cuidado pongo en Blanca. A los varones les doy de palmadas en el trasero. No sé por qué los odio tanto. Debe ser producto de los celos, ya que ellos pasan el día entero al lado de Blanca, mientras que yo debo mantenerme algo apartado a causa de mis labores. En cambio por las noches, cuando me quedo solo, la llevo a la trastienda donde duermo, la recuesto a mi lado y paso horas hablándole. Sabe escuchar como ninguna. La mayoría de las veces no lleva bragas porque no le hace falta y yo puedo deslizar mi mano por sus piernas lisas hasta llegar allí donde se unen. Si tiene corpiño, cosa que a veces ocurre, suelo retirárselo para acariciar sus montecitos duros como la piedra. Luego me duermo abrazado a ella. Por las mañanas la regreso a su sitio junto a las otras maniquíes. No vaya a ser que me descubran y me tomen por loco. En una ocasión casi ocurre esto. Pero aquella vez fue porque me quedé dormido más de la cuenta. Me desperté al oír que llamaban. Restregándome los ojos con una mano, mientras con la otra me acomodaba el pelo y la ropa, fui a abrir la puerta que para mayor seguridad suelo atrancarla por dentro, de modo que no se puede abrir desde afuera si se pretende con buenas intenciones. La señora Raquel esperaba. Me miró un poco extrañada. Se dio cuenta de inmediato que Blanca no se encontraba en su lugar. Me sentí confundido ya que no estaba preparado para afrontar semejante percance. Por eso mismo la excusa que le presenté fue inverosímil. Le dije que la había llevado a la trastienda para quitarle las cucarachas que se le habían subido encima por alguna razón. Incluso le mostré algunos de esos bichos que había matado días antes golpeándolas con un zapato al hallarlas detrás de una caja y que por suerte había olvidado de echarlas con la basura. No sé si me creyó. Simplemente no dijo nada. Se limitó a mirarme. Mas tarde la sorprendí hablándole en voz baja a Carmen. No pude oír lo que le decía, pero supe que estaba relacionado con lo acontecido, porque ambas me miraban con disimulo y hasta me pareció que se sonreían. Sin embargo, no hicieron ningún comentario malicioso. Puede que sólo haya sido una impresión equivocada de mi parte. De todas maneras, era una mirada como la que me dirigen a veces, cuando una mujer entra en la cabina destinada a probarse la ropa, acaso esperando sorprenderme espiándolas mientras se desvisten. Nunca he cometido tal aberración. Ni lo haré. No sería capaz de ello. Yo sólo tengo ojos para Blanca. Si en varias oportunidades me han pillado, ha sido mirándola con infinito embeleso a ella. Pero entonces logro disimular fingiendo que le estoy limpiando el polvo de la cara, o haciendo como que le espanto una mosca, o arreglándole la ropa. Sin duda se preguntarán por qué no hago lo mismo con las otras. Tal vez hasta habrán notado mi desprecio hacia sus compañeros varones. En una ocasión, no sé si a propósito o fue de casualidad, hice caer a uno de los maniquíes varones. Se le rompió un brazo al dar contra el suelo. Tuvieron que llevarlo a reparar. Yo mismo lo subí a la camioneta que vino a buscarlo. A los pocos días lo regresaron como nuevo. ¡Hubiera deseado que no lo trajeran nunca más! Aguantándome la rabia tuve que volverlo a cargar para ponerlo en su lugar de siempre. Pese a todo, intenté resarcir mi falta pidiéndole a la señora Raquel que me descontara de la paga los gastos corridos en la reparación. No lo hizo, entre otras cosas, porque siente mucho afecto hacia mí. Después de todo soy su empleado de confianza. Me tiene tanta fe, que muchas veces deja olvidado el dinero en la caja. Naturalmente lo encuentra tal como lo dejó. Me parece que también confía en Carmen, pero de una manera distinta, que no sé cómo explicar. Lo que no me gusta, sin embargo, es que a veces a Blanca le ponen a lucir ropa interior. Cuando hace demasiado frío tengo pena de ella. Las más de las veces siento celos de que esté así semidesnuda a la vista de todo el mundo. Hay personas que la miran con ojos ávidos de lujuria. ¡Cerdos libidinosos! Me dan ganas de caerles encima y estrangularlos con mis manos. Es que la quiero tanto. Ella me ha cambiado la vida. Casi nunca salgo de la tienda porque no tengo a nadie ni a dónde ir. Para mí, sólo existe Blanca. Las pocas veces que me ausento por cualquier motivo, procuro volver rápido. Prefiero estar todo el tiempo a su lado. Para que esté más guapa hasta le he pintado con tinta indeleble un lunar en la mejilla derecha. Menos mal que la señora Raquel ni Carmen se han dado cuenta. Al menos no han dicho nada. Tal vez piensan que ha venido así de la fábrica. Tampoco me preocupa mucho el que lleguen a saber la verdad. Por algo una de mis obligaciones es hacer que todo luzca bien. Con esa finalidad a veces coloco adornos en las vidrieras. Por esa razón cada mañana me esmero en aplicar cera al piso para que brille más. Saben que las cosas deben ser así. También ellas se acicalan meticulosamente. Son de las más vanidosas que pueden haber. Siempre están mirándose en el espejo. He notado con qué cuidado Carmen se maquilla cuando su novio viene a buscarla, cerca de la hora en que ya vamos a cerrar. Luego se van los dos abrazados por las calles. Lo mismo hace la señora Raquel, antes de tomar un taxi para irse a su casa donde ha de reunirse con su esposo. Yo las observo con creciente impaciencia, deseando que se marchen de una buena vez. Hasta que por fin se van. Entonces comienza lo verdaderamente bueno para mí. Una vez que he quedado solo dentro de la tienda cerrada, no puedo contener mi alegría. Me pongo a saltar, bailo hasta que me duelan los pies, lloro entre risas. Hago todo eso delante de Blanca. Son mis momentos más felices. ¡Cuánto daría por que eso durara para siempre! ¡Que la noche no acabara nunca! ¡Que jamás llegara el nuevo día! Pero nada es eterno... Así me ha tocado perderla. De no haber enfermado todavía estaría junto a ella. Los médicos dijeron que la comida me hizo mal. Mientras me hallaba en el hospital, robaron la tienda. Entre otras cosas, también se llevaron a Blanca. De tristeza casi enfermo otra vez. No pude quedarme más tiempo en la tienda, no soportaba su ausencia. Entonces tomé mis cosas y me marché. Ahora recorro la ciudad calle por calle. Duermo donde me agarra la noche, como lo que me dan las personas caritativas o encuentro entre los desperdicios. No me canso de observar las vidrieras. Sé que un día encontraré a Blanca.

Cuento extraído del libro VIDRIOS ROTOS.